Al entrar en la cocina, tan limpia y ordenada como la recordaba, casi pudo ver a su abuela ofreciéndole sus pasteles recién horneados.
Liath
Al entrar en la cocina, tan limpia y ordenada como la recordaba, casi pudo ver a su abuela ofreciéndole sus pasteles recién horneados.
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Mientras se cepillaba los dientes se miró en el espejo, pensando en todo lo que estaba mal en su vida, y en cómo cambiarlo.
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Sobre la mesa, la copa de vino con la que pensaba celebrar un éxito que, al final, no pudo ser.
Aunque sonará a tópico, lo mejor de la noche fue estar juntos.
Jorge había salido esa misma mañana del hospital, totalmente restablecido. Con eso todo era perfecto.
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El volcán entró en erupción, tal como ella predijo.
Pero ya era tarde para pedirle perdón... y para correr para salvarse.
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Según el naipe, debía seguir su corazón y tomar una decisión importante.
¿Cómo hacerlo si estaba hecha un lío y, pese a todo lo ocurrido, aún no tenía claros los sentimientos de él?
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Parecía no haber consuelo para el pequeño que no había obtenido sus caramelos.
Sonrió, como el resto de clientes, pero sintió cierta envidia por esa capacidad para el llanto que tanto aliviaría su carga.
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Al atravesar las puertas de aquel lugar, descubrió que todo lo que había imaginado sobre la brujería -bueno, casi todo-, era tan real y tangible como cualquier otra materia de estudio.
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En sus paseos con Bruno, descubrió a otro paseador de perros, Fran, que con sus ropajes parecía salido de siglos pasados.
Todo el mundo creía que tenía el corazón endurecido y que no sabía amar.
Muy pocos sabían la verdad: en su corazón se habían colado algunas personas que habían arraigado con tanta fuerza que para ella no existía nadie más.
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Se acercaba el día señalado.
Puede que no se solucionaran nuestros problemas, pero marchábamos juntos y ya era un comienzo.
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Tan sólo unas horas restaban para el fin de curso, pero su mente ya vagaba por la playa en que pasarían juntos el verano.
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Despejar la incógnita fue más sencillo que desentrañar el misterio que ocultaba la personalidad de Ágata.
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Iluminada por la Luna y arropada por los árboles que tan bien conocía, Lucy bailó buscando el amor que le fue prometido.
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El viejo árbol era el último vestigio de su antigua vida.
Como ella, resistía a todo intento de erradicarlo.
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En sus sueños era libre.
Libre de aquel cuerpo atrofiado por la enfermedad y el dolor, que no la dejaba apenas respirar.
Libre para volar con los cuervos en un viaje infinito.
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Con la llegada de Tom, su hogar ya era un pequeño zoo.
Se preguntó cuánto más soportaría la situación por mucho que la quisiera y entendiera su amor por los animales.
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Elsa acunó la vieja herradura que su abuela guardó "porque atraía la buena suerte" y oró en silencio para obtener su guía.
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Fue el día 7, un día soleado que anticipaba el verano, cuando lo más terrible y oscuro se abatió sobre ellos.
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Nunca imaginó que sus paseos con Camille fueran tan terapéuticos y reparadores para su corazón y su alma.
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Pese a ser más sencillo y, en apariencia, menos terrorífico, el nuevo espantapájaros parecía cumplir su función.
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Tal y como vino al mundo, se zambulló en el agua, sintiendo bullir en su sangre el espíritu de sus ancestros.
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El hombre se acercó al agua y se miró.
Al contrario que Narciso, no le gustó lo que vio y huyó espantado.
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Con gran atención y cariño, elaboró el conjuro para la peticiones de sus amigos, sonriendo ante la inocencia de algunas de ellas.
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Adela jamás se sintió tan feliz como desde que cuidaba su pequeña huerta; olvidado ya el estrés que le provocó su pequeña escapada a la ciudad.
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